
Una historia terapéutica de regreso a una misma: «Ve, o tu vida nunca comenzará»
Burnout: ¿y si fuera el alma la que te está pidiendo volver a casa?
Desde fuera, todo parecía estar en orden. Pero por dentro, era como si algo se hubiera desprendido. Una parte de ella había enmudecido. Como un fuego que se apaga lentamente sin que nadie se dé cuenta. Alma ya no quería nada, ni siquiera comprender lo que le ocurría. Descubre esta historia terapéutica llena de esperanza.

Alma no estaba sola. Estaba rodeada de amigos cariñosos, una pareja fiable y colegas respetuosos. Todo parecía «normal», pero en su vida privada no se sentía vista.
A los demás les gustaba su dulzura, su calma, su humor discreto, pero no mostraba sus grietas, ni los fuegos que había sofocado, ni el páramo que había bajo sus silencios.
A veces seguía riéndose. Pero cada vez más, era una risa vacía, un gesto cortés hacia el mundo.
Su casa estaba ordenada, demasiado ordenada, sin nada fuera de lugar. Pero todo parecía hueco, congelado, un lugar donde incluso sus plantas se negaban a crecer. Había dejado de escribir, dibujar y soñar. O mejor dicho: solía soñar… pero había dejado de creer en ello. Su sueño principal era escapar, huir, lejos, muy lejos…
Cada mañana, se ponía su ropa de piloto automático adornada con una sonrisa y accesorizada con un comportamiento impecable. Y cada noche sentía que le faltaba una pieza más de sí misma.
La noche era su refugio, dormía mucho, soñaba mucho, se iba lejos, muy lejos…
Volvieron los sueños, nebulosos, nocturnos: un jardín, un arroyo, una voz sin rostro que decía su nombre olvidado.
Alma había tenido un sueño recurrente desde que era niña, que parecía volverse más completo a medida que pasaban los años. Siempre empezaba así:
Caminaba por la naturaleza, a través de las estaciones, sola, en silencio. A veces sentía una inmensa tristeza, como si llorara lágrimas que no le pertenecían. Otras veces, se sentía vacía, casi invisible (a veces estos sentimientos permanecían con ella mucho tiempo después de haberse despertado de la noche). Caminó hasta encontrar un sendero que conducía a una vieja puerta de hierro forjado, cubierta de enredaderas. Parecía cerrada desde hacía años. Sin embargo, cuando se acercó, la puerta se abrió… sin hacer ruido. Como si alguien -o algo- la estuviera esperando. Entró. Este lugar no estaba en el mapa, pero ella sabía que conocía su nombre… No el que le habían dado, el que solía tener… el que sólo el corazón puede oír, el que olvidamos cuando aprendemos a convertirnos en «el camino correcto».

El jardín era inmenso, salvaje, secreto, ¡vivo! Respiraba, escuchaba, veía… Las flores crecían donde nadie las había plantado. Los árboles parecían susurrarse unos a otros, y a cada paso que daba, tenía la extraña sensación de que algo en su interior recordaba, y allí oía una suave voz que decía:
«Ven, cuando estés preparada. La tierra siempre será fértil».
Y se despertaba con el corazón encogido, triste por la vida que le esperaba, la ropa que tenía que llevar, las sonrisas en las que ya no creía. Había construido lo que llamaban «una buena vida», un trabajo respetable, una casa ordenada, relaciones sólidas. Pero cuanto más brillaba por fuera, más se desvanecía algo en su interior.
Seguía nevando cuando se enteró de la noticia. Su tía abuela Éline había muerto. Una mujer extraña, amable y distante, un poco bruja, de la que la familia siempre hablaba con desprecio y juicio. Se decía que vivía «recluida», en una vieja casa de campo donde hacía años que nadie ponía los pies. Alma recordaba haber ido allí de niña, el olor a lavanda y a lluvia, los libros en cada rincón… y aquel jardín enorme y un poco loco donde todo crecía torcido… pero todo crecía.
Unos días después, llegó una carta con una nota manuscrita en su interior.
«Para Alma, la casa ya es tuya. Hay cosas que te esperan. La llave ya está contigo. Ve, o nunca te ocurrirá nada, tu vida nunca empezará».
Se quedó helada… ¿la llave? ¿Qué llave? Entonces recordó la vieja llave de cobre, la que llevaba colgada del cuello desde que era una niña. La que creía inútil, pero que siempre había llevado consigo desde que cumplió 7 años, cuando su tía abuela se la regaló diciéndole: «Guárdala bien, te protegerá y un día la necesitarás para poder volver a casa». Esta llave ya le había valido muchos comentarios y burlas, pero sin entender muy bien por qué, nunca se la había quitado. Puso la mano sobre la llave y su corazón se calmó al instante.
Unos días después, se puso en marcha. Llegó a la casa al principio del deshielo, cuando las últimas manchas de nieve se derretían por el camino. La casa estaba allí, cansada pero en pie, como una anciana aún llena de secretos. Contraventanas cerradas, piedra cubierta de musgo… y el olor de la tierra antigua.
El jardín era una sombra de lo que había sido. Los arbustos se habían enredado, las flores llevaban mucho tiempo sin florecer. La tierra parecía dormida, pero no muerta, sólo olvidada.
La llave se deslizó en la cerradura como si nunca se hubiera utilizado. Y allí, en el aire espeso de la casa, un escalofrío… algo le estaba esperando de verdad: objetos familiares, cuadernos, cartas nunca enviadas, dibujos de plantas, constelaciones, mujeres medio soñadas, medio boscosas. Y sobre una mesa, una caja con una semilla dentro, envuelta en lino. Y una nota:
«Planta esto cuando sientas que tu corazón vuelve a latir. El jardín renacerá contigo».
Aquella tarde, Alma estaba sentada en el viejo banco de piedra del fondo del jardín, el viento había cambiado, una rama de un viejo árbol se agitaba suavemente por encima de ella y abajo, en la tierra, algo se agitaba.
No lloró, respiró, porque este jardín abandonado era también el que llevaba dentro. En esta casa del pasado, en este trozo de tierra olvidado, iba a poder plantarse de nuevo.
Y aquella noche, como todas las noches, soñó.
Alma ha tenido un sueño recurrente desde que era niña, que parece volverse más completo a medida que pasan los años. Siempre empieza así:
Camina por el campo, sola, en silencio, hasta que encuentra un sendero que conduce a una vieja puerta de hierro forjado, cubierta de enredaderas. Parece como si llevara años cerrada. Pero cuando se acerca, la puerta se abre… sin hacer ruido. Como si alguien, o algo, la estuviera esperando. Ella entró. Este lugar conoce su nombre… No el que le dieron, el que solía ser… el que sólo el corazón puede oír, el que olvidamos cuando aprendemos a ser «como debemos». Alma oye en la distancia:
«Éste es tu hogar. Aquí viven las partes que dejaste atrás. Las partes que creías que tenías que ocultar, callar, olvidar.
En un claro, un círculo de piedras rodea una suave luz. Sentadas allí, la esperan versiones de sí misma: la niña que tuvo que crecer demasiado deprisa; la adolescente enfadada a la que no escuchaban; la mujer libre en la que nunca se atrevió a convertirse. Y otras, más antiguas y profundas, como recuerdos del Alma.
Se sentó allí, en medio de ellos. Y sin decir palabra, se miraron y Alma les dio la bienvenida.
Algunos lloraban, otros reían y bailaban. Uno a uno, volvieron lentamente hacia ella. No para explicárselo todo, sino para volver a la casa, su casa en el corazón de Alma.
Y aquella tarde, en el jardín que conocía su nombre, supo que su crisis, su agotamiento como algunos lo llamaban, no era un final, sino una invitación:
Una invitación a volver. A volver a ser completa. A replantar tu propia luz.
A la mañana siguiente, Alma se levantó temprano. El sol apenas asomaba entre las ramas, y el aire aún estaba fresco, recién descongelado. Salió al jardín vestida con ropa vieja de jardinería que había encontrado en un armario polvoriento.

El suelo estaba húmedo, la hierba escasa, pero había una extraña sensación acogedora en el aire. Había algo vivo bajo la superficie, aunque no fuera evidente a primera vista. Se agachó. Sus manos, nacidas de otro tiempo, se apoyaron en la tierra fría. Recordó la semilla de la caja:
«Planta esto cuando sientas que tu corazón vuelve a latir».

Cerró los ojos, respiró hondo, y en el silencio pudo oír el latido de unos pies… no sólo los suyos… como si este jardín llevara el latido de otras vidas, de otras edades. Recuerdos de mujeres ancianas, madres, hermanas, amantes, creadoras. Mujeres que había olvidado por lealtad invisible, porque eran demasiado salvajes… mujeres que había dejado atrás vergonzosamente.
Dejó la semilla en el suelo. Sabía, sin saber por qué, que este gesto marcaría el inicio del proceso. La primavera interior ya estaba aquí.
Al cabo de unos días, Alma se dio cuenta de que algo estaba ocurriendo. El jardín se estaba despertando poco a poco. Los arbustos ya no eran fantasmas de sí mismos; ahora estaban alfombrados de pequeños brotes verdes.
Se arrodilló junto a un arbusto de malvarrosa y sus dedos rozaron los duros tallos. Bajo la superficie de la tierra, las raíces se tocaban, lenta y pacientemente, vidas que se buscaban unas a otras. Recordó las historias de su abuela sobre el poder de las raíces, sobre la importancia del silencio, la oscuridad y el tiempo para que germinaran las semillas.
En el silencio, oyó una voz. Suavemente, como un susurro en su corazón.
«Soy yo quien pensó que se podía vivir sin expresarse. Soy la que perdió la voz por complacer. Pero también soy la soñadora. La que dejó de creer en sí misma, pero nunca dejó de tener esperanza».
Alma se incorporó lentamente. Sabía que la voz era suya. Era la soñadora olvidada, la que llevaba dentro el impulso creador, el impulso del alma. Sonrió, como si se redescubriera a sí misma. Había una parte de ella que seguía allí, intacta, esperándola después de tantos años de silencio.
Alma cerró los ojos para entrar en contacto consigo misma, respiró lenta y profundamente, y entonces pudo oír:
«Déjame volver. No estamos hechos para vivir en jaulas, sino para ser libres y creativos. Es hora de que liberes la luz que llevas dentro. «
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Estaba preparada. Siempre lo había estado.
Pasaron unas semanas y el jardín empezó a tomar una nueva forma. Las malas hierbas habían desaparecido, sustituidas por plantas que Alma nunca había visto pero que reconocía. Había peonías, narcisos, malvarrosas y lirios. Y en el centro del jardín, un gran árbol que se había dado por muerto había cobrado vida. Ahora daba frutos y flores en sus robustas ramas.
Se quedó allí de pie, con las manos abiertas, respirando profundamente. Había vuelto en sí.
La primavera había brotado en su corazón.
Ésta fue la brecha por la que se coló la luz.
No tomó ninguna decisión. Simplemente dejó de fingir.
Como en esta historia terapéutica, revisa tus vínculos invisibles con las constelaciones familiares
Hay heridas que arrastramos sin conocer su origen. Emociones que en realidad no nos pertenecen, patrones que se repiten de generación en generación, como ecos de viejas historias que siguen intentando ser vistas, escuchadas y reparadas. Por lealtad invisible, a veces cargamos con el dolor de nuestros antepasados, sus silencios, sus sueños abandonados.
Las constelaciones familiares proporcionan un espacio inestimable para explorar estos vínculos enterrados. Hace visibles las dinámicas ocultas que recorren las líneas familiares: exclusiones, secretos, culpas, papeles invertidos, identificaciones inconscientes, etc. Al sacarlos a la luz, estos mecanismos pueden finalmente desenredarse, dejando espacio para una mayor claridad, paz interior y amor.
Es un retorno a uno mismo tanto como un retorno a las propias raíces. Es una forma de aceptar lo que ha sido, de reconocer a los que nos han precedido y de abrirse a una vida más libre y fluida.
Al revisar tus vínculos invisibles, estás dando a tu historia un lugar en el gran tapiz de la vida, y dándote la oportunidad de vivir no a través del pasado, sino desde tu propio impulso de vivir.

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